viernes, 25 de febrero de 2011

El hogar, escuela de humanidad

Comparto en este post el siguiente esquema que elaboré para unas charlas sobre antropología del trabajo doméstico, que tuvieron lugar en La Puebla de Castro (Huesca, España)

El hogar es la encarnación de la familia,
su forma de vida propia, su concreción en el espacio y el tiempo. Funciona como una persona hecha de la comunión de varias: tiene alma y cuerpo, se “arregla”, crece, cambia, se alimenta, se ensucia, se lava, habla, ama…

¿Qué son las tareas del hogar?
Son aquella trama de actividades y compromisos (servicios, destrezas, encargos, competencias, tradiciones, ritos, juegos, etc) con los cuales el hogar: A) se une orgánicamente como cuerpo vivo, B) toma conciencia de sí, C) configura su identidad peculiar, y D) celebra su hermosura.

Su sujeto es toda la familia como comunión de personas.
Las tareas domésticas reflejan la peculiar comunión de personas que es la familia, y por tanto todos sus miembros están implicados en ellas, cada cual según su modo peculiar de ser familia y sus circunstancias, formando así una “comunidad de trabajo”.

Aunque la mujer desempeña un papel especial.
En el plano simbólico, en efecto, la mujer personifica el hogar, es como su rostro y su signo insustituible. El hogar es como ampliación de su regazo. Por eso corresponde a ella dirigir estas tareas e informarlas con la levadura de su feminidad, lo cual no significa en absoluto que, en la práctica, tenga que cargar con todo. La casa es de todos.

Son paradigma y pedagogía de todo oficio.
Contienen como en embrión todas las profesiones. Abarcan muchas actividades (unas 300), que comprenden: A) procesos técnicos, B) labores educativas y asistenciales y C) manifestaciones estéticas y lúdicas. Admiten por consiguiente varios niveles de interpretación o lecturas profesionales.

Son ejercicio de maternidad espiritual.
Es decir, con ellas se cuida de las personas interiorizándolas en el corazón, como gestándolas, para que nazcan de nuevo. Materializan la vocación de nido de la mujer, y en el fondo, de todo ser humano. No persiguen tanto la eficacia como la fecundidad; más que hacer cosas consisten en dar vida.

Forman un sistema.
El ama de casa detecta un latido que lo informa todo, cosas, acciones, espacios y tiempos, como el corazón en el cuerpo vivo. Puede compararse con el cine, donde una gran variedad de trabajos, aparentemente dispares, se integran en un único guion.

Su eje es la corporeidad
de la persona. Constituyen una sabiduría práctica sobre la condición encarnada del hombre. Somos persona según el cuerpo, y por tanto atender las necesidades corporales (comida, vestido, limpieza, adorno) es camino privilegiado para conocernos y amarnos.

Cultivan el sentido simbólico.
Las tareas domésticas constituyen una economía de signos. Cada una de ellas tiene valor de gesto: traduce los acontecimientos familiares en sabores, colores, espacios, tactos y sonidos. El ama de casa escucha la voz de las cosas y hace hablar a la casa.

Entablan una conversación,
tácita e ininterrumpida, entre todos los miembros de la familia, cuyo idioma son las cosas de la casa. Estas operaciones (lavar, cuidar, limpiar, cocinar, ordenar, educar) son siempre algo que alguien dice a alguien, se inscriben en una relación de tú a tú. De ahí que su menosprecio resulte humillante y traumático.

Forman personas.
Son academia primordial de humanidad
: modelan sensibilidades, orientan conciencias, desarrollan virtudes, despiertan talentos, encaminan vocaciones, inspiran arte, educan destrezas, inculcan civismo, siembran solidaridad, cultivan complementariedad.

Aúnan servicio y libertad.
No son servicio servil, propio de esclavos, ni se reducen a mero servicio profesional, el desempeñado con arreglo a la justicia, sino que se desbordan en servicio soberano, que es don de sí libre y responsable. En él se concilian los dos sentidos de la palabra servicio: servir-para (competencia, profesionalidad) y servir-a (cuidado, abnegación).

Imprimen sentido de fiesta.
Además de reconocerse y afirmarse en sus fiestas, la familia es, ella misma, fiesta. Aunque exigente y sacrificada, esta labor nunca pierde cierto carácter de celebración incesante: pone en juego arte, ingenio, fantasía y humor. Se procura la excelencia en el detalle, pues así lo pide la dignidad de la persona.

Domestican el espacio: los trabajos manuales.
El tacto humaniza los objetos domésticos, especialmente la ropa, comunicándoles valiosos y sutiles significados. El uso, la limpieza y el adorno los incorporan al diálogo tácito de la familia y los integran en el sistema doméstico.

Domestican el tiempo: lo cotidiano.
El oficio doméstico armoniza los ritmos cósmicos (el día, la noche, las estaciones) con los corporales (comer, dormir, crecer) y los recapitula en la categoría del hoy, lo cotidiano. Integra el ritmo subjetivo de cada persona (agobios, prisas, tensiones, apatía, enfermedad, etc) en el tempo o timing doméstico, es decir, la historia común a toda la familia.

Enseñan a vivir en complementario.
Las tareas que afectan a la esfera corporal (cuidado de la ropa, objetos y lugares de aseo, etc) o el cultivo de la elegancia y los modales, despiertan el sentido del pudor, que es admiración y respeto hacia el sexo opuesto. Con ello se aprende y enseña a ser varón o mujer, y a comportarse como tales.


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