lunes, 22 de agosto de 2022

Barrer y señorear


Este rincón del universo que me guarda y me define, este espacio limitado y preciso donde yo soy más yo, o sea mi casa, necesito reconquistarlo periódicamente, imponerle mi ley, llenarlo de mi presencia. Por este motivo, entre otros, lo barro. También para quitarle el polvo, claro está, pero cuando paso la escoba siempre es más lo que pongo que lo que quito. Lo que pongo sobre el suelo es… a los míos, mi familia. 

Los pongo con la intención porque la limpieza consiste en eso, en “hacer hueco” a las personas, ensanchar el espacio espiritual, domesticarlo. En cambio la suciedad estrecha y quita oxígeno. Me adueño, me posesiono de mi casa, la veo con nuevos ojos. Barrer es apersonar el espacio. 


Con esta modesta operación les declaro mi aprecio, preparo nuestro encuentro, anticipo su presencia. Porque la habitación limpia saluda al que llega diciéndole “bienvenido”, “estás en tu casa”, “come in”.  


Consiste más en dar que en hacer. Algún analfabeto doméstico se quedará en el hacer de la escoba, zas, zas, repetitivo y mecánico, pero olvidará el dar que lo llena de sentido. Pues barrer es dar la casa a quienes la habitan, convertirla en flamante regalo, estrenarla para ellos. 


Lugar de todo y de todos, el suelo es el símbolo de la aceptación incondicional que define a la familia, que se formula del siguiente modo: “no te acepto por lo que tienes, puedes, sabes o prometes, sino por ser quien eres”. 


Y de ahí que barrerlo y fregarlo sea aceptar a la persona en cuanto plantada en la existencia (ex-sístere: ‘estar de pie, erguida, plantada’). Es asentir a su existencia, hacerle hueco en el mundo, aceptarlo por lo que es.


Amor meus pondus meum: mi amor es mi fuerza de gravedad, decía san Agustín. Y el suelo, este suelo, me lo recuerda. Hasta el simple pisar el suelo puede ser un acto de amor, todo depende del “peso” de nuestro corazón.

sábado, 12 de febrero de 2022

El cuerpo, palabra de la persona

  


 

- Intencionalidad del cuerpo.

- Cuerpo, diálogo y figura.

- Humanización del cuerpo: gesto, compostura, arte.

- Cuerpo humano como don

 


Desde una perspectiva personalista el cuerpo humano es la dimensión visible e histórica de la persona. Merced a él estamos presentes en el espacio y el tiempo, asistimos a nuestra historia y la de los demás y tomamos postura, literalmente, respecto de las cosas con que hacemos la vida. En el cuerpo la persona figura aconteciendo, pasando, actuando, aventurándose, exponiéndose; en una palabra, de forma dramática. Por todo ello el cuerpo es el eje de la moralidad.

 

Velo y revelación de la persona, el cuerpo presenta una misteriosa ambigüedad cuyas raíces se encuentran en la unidad sustancial del hombre (corpore et anima unus). Esta unidad la recibimos incoada, como una tarea, siempre por lograr, incierta, sometida al riesgo de la libertad. Mediante las virtudes el individuo integra su cuerpo, lo vive según infinitos matices y calidades y lo hace revelación de su persona; faltando esa lucha, en cambio, el cuerpo se torna alienante, encubre a la persona, la disgrega en mil direcciones y la hurta a la convivencia. Según esté encendida o apagada la luz del espíritu, la pantalla del cuerpo transparenta a la persona o la esconde, incluso ante sí misma.

 

Esta condición espiritual es lo que distingue esencialmente el cuerpo humano del animal. El hombre propiamente no tiene cuerpo sino que es corpóreo: vive según el cuerpo, asumiéndolo libremente en un sentido u otro, lo cual, paradójicamente, le hace ser más corporal que cualquier animal. Y al igual que la espiritualización del hombre admite grados, también se dan grados de corporeidad según el temple moral del individuo. Como dice Guardini, “el cuerpo es tanto más cuerpo cuanto más espiritualizado, y el espíritu tanto más espíritu cuanto más encarnado”. El  espíritu, en efecto, nos permite distanciarnos intencionalmente del cuerpo para superarnos en él y desde él. Importa notar este matiz ya que precisamente ser corpóreos en vez de “tener cuerpo” es lo nos permite “tener” cosas, o sea dominar el mundo: solamente se pueden tener cosas si el cuerpo no es una de ellas. Pues si lo tratamos como una de ellas, no sólo nos cosificamos nosotros, sino al mundo mismo, como sucede en la mentalidad utilitarista. Olvidada nuestra índole personal, el mundo degenera en mero almacén de objetos disponibles, material manipulable y explotable, como acertadamente denuncia el ecologismo.

 

 

Intencionalidad del cuerpo

 

Es la característica principal del cuerpo humano. Significa que mi alma espiritual (entender, querer, amar) actúa sin cesar a través de mi cuerpo, como agua que rebosa de la pila de una fuente. El cuerpo es lo perpetuamente rebasado, el lugar donde me anticipo a mí mismo para vivir hacia delante, más allá de este espacio y tiempo que me alojan; más que aquí vivo donde apuntan mis deseos e intenciones, donde está mi amor. Más que existir, el hombre pro-existe. De tal forma que cualquier acción corporal implica en mí una opción ética ineludible: ofrecerme, encubrirme, comunicarme, envilecerme, sincerarme, presentarme, relacionarme, arriesgarme, protegerme, etc. Operaciones tan ordinarias como la higiene, la comida, los desplazamientos, el atavío, etc., me realizan en un sentido u otro; en ellas decido sobre mi persona; mi hacer revierte en mi ser; hacer algo es modelarme como alguien. No sólo eso, sino que siempre es más lo que el cuerpo dice que lo que hace, pues dice mucho aunque no haga nada. Y ello hasta el punto de que a veces mi actitud corporal contradice mis palabras, me delata, me desacredita; mi aspecto y conducta me traicionan; en definitiva mi cuerpo me dice constantemente, a pesar de mí mismo. Sólo mediante la integridad moral consigo conciliar lo que soy con lo que parezco.

 

Por todo lo cual mi cuerpo me hace radicalmente responsable: me atribuye una apariencia que reclama autenticidad moral; me fuerza a figurarme de algún modo, no sólo ante los demás, sino sobre todo ante mí mismo; a inventar una imagen con la cual responder a estas preguntas inesquivables: ¿por quién me tomo?, ¿quién me creo que soy?, ¿de qué voy? Estas preguntas reclaman una respuesta incesante, porque el hombre nunca es idéntico a sí mismo: todavía no es el que debe, o pretende, o cree, o quiere, o se siente llamado a ser. Y esta respuesta incesante, a la vez ética y estética, no es otra cosa que la cultura.

 

Importa mucho insistir en la intencionalidad del cuerpo porque hoy priva una visión cosificante de él, por influjo del positivismo científico. Nos olvidamos con frecuencia de que “lo biológico”, “lo fisiológico”, “lo anatómico”, “lo físico” etc., son nociones que resultan de aplicar a la realidad el grueso cedazo de la abstracción científica; conllevan gran dosis de intelectualismo que las hace inadecuadas para entender a la persona real y concreta. En efecto, para estudiar biológicamente el cuerpo la ciencia abstrae su intencionalidad, deja aparte su carácter personal, su expresividad intrínseca, etc.; realiza, en definitiva, cierta vivisección a fin de acotar su estudio. Esto que en el campo científico es legítimo, en las relaciones personales resulta equívoco, cuando no abiertamente pernicioso. Ejemplo paradigmático es la noción vulgar de  “sexo”, que se entiende reductivamente como pura mecánica fisiológica, objeto de uso y consumo.

 

 

Cuerpo, diálogo y figura

 

La confirmación de lo dicho la hallamos en el encuentro interpersonal. En virtud de mi cuerpo no sólo estoy adscrito a una especie (la humana, homo sapiens), sino mucho más: soy único, o lo que es lo mismo, tengo rostro. Mi rostro me con-fronta, me en-cara literalmente con mi prójimo, y en esta reciprocidad hallo mi identidad. Mi rostro por tanto no sólo expresa mi unicidad sino mi apertura intrínseca a los demás, como persona que soy. Esta orientación natural al diálogo se traduce visiblemente en la posición erecta, exclusiva del hombre, que permite el cara a cara. Las personas en cierto modo se son espejos: lo que hace ser a un rostro es poder recibirse en la mirada del otro, que es recíproca. Machado lo expresaba muy bien: tu ojo no es ojo por que lo veas, es ojo porque te ve.

 

La reciprocidad de que hablamos, privativa de la conciencia humana, se manifiesta en primer lugar, como hemos dicho, en la mirada, y de ahí redunda en toda la figura. Como concepto de psicología de la percepción, la figura (en alemán Gestalt) es por antonomasia la humana. Su nota  específica es la reciprocidad, que le confiere una intensidad expresiva única. No es sólo una “totalidad visual con sentido”, como las demás figuras, sino con sentido dialógico. A través de mi figura mantengo un diálogo sutil pero constante con todos los que convivo: hablo, interpelo, pregunto, respondo, y todo ello sin apenas advertirlo.

 

 

Humanización del cuerpo: gesto, compostura, arte

 

Ya hemos dicho que la corporeidad humana pide, como algo natural, una expresión cultural;  necesita ser interpretada e inventada por la libertad. Aunque humano, nuestro cuerpo está siempre por humanizar.

 

Y la humanización más elemental es el gesto, en sentido amplio de la palabra. Como sugiere su etimología (de gero tomar, llevar), gesto viene a ser “tomarse uno a sí mismo como un todo”. Mediante el gesto, en efecto, respondo a cada circunstancia con mi única palabra, o sea yo, pero pronunciándola de mil modos diversos; acomodo mi aspecto a mi historia personal. Es cierto que no podemos modelar directamente nuestro gesto espontáneo, pero sí el talante personal del que procede. Por eso el gesto es quizá la manifestación cultural más sutil e inmediata que cabe experimentar, y de ahí su peculiar valor.

 

 El gesto pide a su vez otras prolongaciones culturales: por un lado el habla, con la que forma un todo, y por otro lo que podríamos llamar “artes de la presencia”: urbanidad, indumentaria, compostura, etc.; elementos sensibles que, en la medida que se ordenan al diálogo, lo complementan y enriquecen de modo natural. Realzada por tales medios la figura humana se intensifica y cobra innumerables matices. Por esto mismo las artes de la presencia, que abordaremos en otro lugar, son también esencialmente dialógicas.

 

Los medios de que venimos hablando pueden no obstante des-figurar a la persona, acallar su voz genuina, equivocar su aspecto, interponer una pantalla de afectación: en una palabra, existe la posibilidad de las mentiras corporales. Ocurren cuando alguien elude presentarse como quien es y cede al miedo o la presión ambiental. La mentira corporal demuestra cierta crisis de identidad, que se acentúa mientras se pronuncia equivocadamente esa palabra que es la propia persona : si no sabes quién eres tampoco sabes qué dices.

 

La estructura simbólica del cuerpo humano, por tanto, impone ciertas reglas, éticas y estéticas al mismo tiempo, que deben observarse en el tratamiento artístico del cuerpo, especialmente en cine, fotografía y moda. Condición y fundamento de todo signo, el cuerpo humano posee un significado originario, previo a cualquier otro que se le añada. El núcleo de este significado es la vocación esponsal, por la cual el cuerpo humano siempre dice a la persona. Por eso la figura corporal es portadora de una verdad inalienable. La verdad de mi cuerpo soy yo; la mentira es cualquier uso de mi cuerpo como algo distinto de mí (una herramienta, un juguete, una mercancía, un material biológico, una obra de arte, etc.), es decir, privándolo deliberadamente de su identidad y dignidad. Respecto de su cuerpo el hombre no puede, aunque quiera, tener una mera relación de uso; con el cuerpo todo uso es un abuso, pues usar quiere decir interpretar lo usado como una cosa, y para el hombre interpretarse cosa es envilecerse.

 

 

Cuerpo humano como don

 

La vocación esponsal no sólo dice a la persona sino que la dice como don. El don de sí, en efecto, es el sentido último de la existencia humana, la vocación que funda todas las demás, lo único que realiza plenamente a la persona. Respecto al don de sí el cuerpo es su signo y su condición de posibilidad; es la persona misma en cuanto susceptible de darse. Sólo en el cuerpo y según el cuerpo es posible el amor humano, cualquiera que sea su forma. Cierto que en el matrimonio tiene lugar la unión según el cuerpo de modo singular y paradigmático, pero lo esponsal rebasa infinitamente lo matrimonial. Incluso podemos decir que la existencia humana en su totalidad acontece según el cuerpo, y por eso mismo posee dimensión esponsal. Así lo comprende el Cristianismo en la perspectiva de la Encarnación, según la cual todo lo humano se halla envuelto en una relación esponsal con Dios cuyo eje es Cristo, el Dios hecho carne. A la luz de este misterio comprendemos que en lo corporal siempre late lo esponsal. Por ejemplo en la presencia, que es la manifestación corporal más básica, adivinamos una entrega incoada, un don de sí incipiente, una afirmación del otro, una apertura al amor, admitiendo todo ello diversos grados. Así ocurre en la palabra de Cristo en la Última Cena “esto es mi Cuerpo” (Mt 26, 26), que equivale a decir: “aquí estoy presente, soy yo aquí y ahora, soy yo en trance de ofrecerme”. Por su alusión a la entrega voluntaria, la frase evangélica expresa, además, el grado máximo de presencia corporal, pues en ella se asume la debilidad, la indigencia y la vulnerabilidad. En el cuerpo, efectivamente,  la persona está expuesta al dolor y a la muerte, y necesitada de salvación; por eso en los niños y enfermos la presencia adquiere peculiar intensidad. La fragilidad del cuerpo pone de manifiesto su significado esponsal, aunque también lo hace, de otro modo, la belleza y el vigor físico. Los diversos significados se concilian e iluminan mutuamente en el don de sí salvador, pues la persona se recibe dándose, se gana perdiéndose y se salva entregándose. En este sentido Tertuliano (s. III) consideraba al cuerpo como “quicio de la salvación” (caro salutis est cardo).

Contemplación y vida cotidiana

 



¿Qué entendemos por “contemplación”? ¿Cómo acercarnos a la realidad contemplativamente, es decir, abriéndonos a la belleza con admiración y seriedad? Pablo Prieto.



A vueltas con las palabras

 

La palabra contemplación proviene del latín comtemplum, que designa la plataforma junto a algunos templos paganos, desde la cual los sacerdotes escudriñaban el firmamento y auguraban los designios de los dioses. De ahí proviene contemplari, con el significado de mirar en lontananza, atisbar el horizonte, admirarse de algo grandioso, etc. La contemplatio latina traduce a su vez el término griego theoria, de thea, visión, y alude a la mirada abierta de par en par a la verdad, exenta de pretensiones prácticas inmediatas. Ejemplo de ello es una de las acepciones que el Diccionario de la Real Academia atribuye a la palabra castellana “teoría”: ‘procesión religiosa entre los antiguos griegos’. Todo lo cual nos indica de entrada que la contemplación es una experiencia ligada al misterio de lo trascendente, sin que esto signifique estar reducida a la esfera de lo estrictamente religioso.  

 

El término actual que mejor refleja el significado primitivo de theoria (y por tanto de la contemplatio latina) es ‘teatro’. Contemplar, en efecto, significa acercarse a la realidad como a un espectáculo donde, como sucede en la escena dramática, todas las cosas (personas, palabras, acciones, objetos) no están ahí sin más, sino que apuntan a un sentido, responden a un argumento, cuentan una historia. Hay, pues, en la contemplación cierta perspectiva teatral, por la cual tomamos distancia frente a la realidad para verla como un todo lleno de sentido. Tal distancia, sin embargo, no nos descompromete del espectáculo que contemplamos, como querría cierto esteticismo decimonónico; al contrario, es entonces cuando sentimos nuestra vida implicada vocacionalmente en ese orden misterioso que se nos revela de repente.  

 

El nexo etimológico con el teatro nos permite comprender otro rasgo típico de la contemplación: su carácter sorprendente y festivo. La contemplación, en efecto, tiene lugar ante algo percibido como único e irrepetible. Y lo que hace que la unidad, propia de todo ser, se perciba como unicidad, es el hecho de presentarse inesperadamente, como un don gratuito que nos estaba reservado. Entonces surge espontáneamente una respuesta de aprobación festiva que se refiere no sólo a aquello que contemplamos, sino a la totalidad de cuanto existe, aprobación que es eco de aquella otra con que culminó la creación: “Y vio Dios todo cuanto había hecho y todo estaba muy bien”  (Génesis 1, 31). Esta revelación gratuita de la verdad (recordemos que ‘verdad’ en griego es ‘aletheia’, desvelamiento) es el modo de conocimiento más perfecto que cabe en este mundo. Y esta forma de presentarse la verdad, el esplendor y claridad con que se manifiesta, la voz con que interpela al hombre, la reverencia que inspira, etc., es lo que llamamos belleza. Contemplación y belleza, pues, se implican necesariamente: no hay la una sin la otra. Podría definirse, por tanto, la contemplación como aquella actividad humana en que la verdad se revela como belleza.   

 

Por referirse a la verdad, la contemplación es, por un lado, asunto del intelecto, y así lo entiende la filosofía clásica al definirla como simplex intuitus veritatis, mirada directa a la verdad, sin mediación de razonamiento o discurso alguno. Por otro lado la contemplación, como vivencia que es, expresa y acentúa la unidad de cuerpo y espíritu que es la persona, unidad que la tradición judeocristiana denomina ‘corazón’. En este sentido la contemplación es ante todo incumbencia del corazón: esa bodega íntima donde el saber se torna sabor, donde lo inteligible se vive como gozo, fiesta, deleite. “Noticia sabrosa” llaman a la contemplación los místicos. En ella el hombre pregusta, siquiera fugazmente, la plenitud a que ha sido llamado, atisba el sentido último de su existencia, preludia, en una palabra, la felicidad: “la bienaventuranza imperfecta —afirma Tomás de Aquino— tal como puede ser poseída en esta vida, consiste primera y principalmente en la contemplación” (C.G. 3, 40). Esta sentencia alude también a otra característica de la contemplación: su carácter radicalmente insuficiente para quien la vive, el cual siempre queda insatisfecho y anhelante. A ello se refiere San Juan de la Cruz al advertir en las criaturas “un no sé qué que quedan balbuciendo” (Cántico Espiritual, 7).  

 

 

Contemplación y verdad

 

Por ser pura aceptación de la verdad, la contemplación es, como hemos dicho, la forma perfecta de conocimiento. Ello significa que, a pesar de su apariencia pasiva, comporta una verdadera acción, responsable y comprometedora; no es mero estado anímico, en el cual el hombre “deja hacer” lánguidamente, llevado de una inercia mortecina. Nada más lejos de la auténtica contemplación; en ella pronunciamos un fiat, hágase, que implica aprobar, acoger y celebrar la verdad, actitudes en las cuales la persona se compromete máximamente y decide sobre sí. Existe, sin embargo, en nuestra civilización utilitarista, un profundo menosprecio de la contemplación. Este prejuicio se debe en gran medida a que la razón instrumental, propia de las ciencias naturales, es propuesta como paradigma de todo otro saber. Lo propio de este conocimiento, de tipo silogístico y demostrativo, es referirse a algo que está ausente, pues consiste esencialmente en una búsqueda. La contemplación en cambio tiene lugar en presencia de su objeto, sobre el cual posa una mirada serena y complacida; es un saber, en palabras de Pieper, “no pensante sino mirante”. Otra razón del moderno menosprecio de la contemplación es el hecho de producirse por connaturalidad afectiva con el espíritu, es decir, presuponiendo en la sensibilidad humana la aptitud para ser informada por el alma espiritual, cosa del todo opuesta a la mentalidad racionalista. Conviene notarlo porque la atrofia del conocimiento contemplativo (el estético y simbólico frente al pragmático y utilitario) perjudica enormemente la calidad humana en las relaciones interpersonales y, de modo particular, posterga la dimensión femenina de la cultura. Juzgando los sentimientos como “estados psíquicos” opacos al espíritu, o bien se los acaba privando de su intrínseco valor ético, incurriendo así en una ética formalista (Kant, puritanismo religioso, moralismo laicista), o bien la ética misma se “psicologiza”, cayendo así en un conductismo naturalista. Cualquiera de los dos extremos conlleva un menosprecio del talante sapiencial de la mujer, eminentemente intuitivo.   

 

 

Contemplación y amor

 

De acuerdo con la tradición platónica, el amor (eros) se despierta en la contemplación la belleza sensible (Banquete 203-204 y Fedro 247-257). Es lo que la experiencia amorosa de todos tiempos entiende por “flechazo” o enamoramiento. En efecto, si el amor puede ser descubierto y vivido como vocación, como sucede en el auténtico noviazgo, es en virtud de la contemplación recíproca entre los amantes, en la cual se experimenta la llamada a una entrega mutua, irrevocable y exclusiva.  (Hay que advertir que el flechazo verdaderamente contemplativo es infrecuente. Bajo el nombre de amor, como es sabido, circulan infinidad de sucedáneos y mezcolanzas). De ello deriva una verdad muchas veces pasada por alto: que la belleza por antonomasia es la personal, la de alguien más que la de algo, la que resplandece en un rostro concreto más que la que ofrece la vida silvestre o el arte. La verdad que busca ansiosamente el alma, según el mito platónico de las alas, sólo se torna amable bajo la forma de un “tú”. Es sobre el horizonte del nosotros, de la comunión interpersonal, donde destacan verdaderamente las mencionadas formas de belleza no estrictamente personales, y donde alcanzan todo su esplendor. En definitiva, el lugar por antonomasia de la contemplación hay que situarlo en las relaciones interpersonales, antes aún que en la experiencia artística. Ciertamente el trato esponsal o erótico representa aquí el paradigma, pero no por eso la contemplación deja de estar presente en las demás formas de amistad, aunque difieran esencialmente del trato erótico. Se suele decir, por ejemplo, que los amigos no necesitan palabras para sentirse a gusto juntos, en presencia recíproca. Cuando esto sucede significa que cierta verdad se ha hecho patente entre ellos, y su común contemplación les une íntimamente. En tal caso las palabras se reabsorben en el silencio, y las acciones en la presencia; callar es entonces hablar, y hablar, callar. La común contemplación de cierta verdad cualifica así el silencio y lo torna admirablemente comunicativo.

 

Vale la pena subrayar esta íntima relación entre contemplación y amistad, en orden a fundar adecuadamente una “estética de la vida cotidiana”. Existe, en efecto, el inveterado prejuicio de “situar” la contemplación fuera de la vida ordinaria, como algo propio de lugares y momentos insólitos y de personas peculiares. Análogamente a la contemplación mística, que según cierta teológica ya superada sólo sería posible fuera del mundo, en el desierto o los conventos pero no en medio de la calle, así también cierto esteticismo anticuado sitúa la contemplación estética en ámbitos exclusivos: el museo, el palacio, la galería, el auditorio, o bien el paraje exótico, la puesta de sol,  etc. Tal extrañamiento de la vivencia estética, aún presente en la mentalidad común, empobrece notablemente la vida familiar y las relaciones sociales.   

 

 

Contemplación y conducta ética

 

Además de despertar el amor, e indisolublemente unido a él, la contemplación de la verdad despierta el sentido del deber: siento que debo vivir en conformidad con  lo que amo. “Toda felicidad que no engendra un deber —dice Gustave Thibon— empequeñece o corrompe”. Hemos de recordar aquí, en contra de la tradición nominalista, la distinción entre deber y obligación. Ésta última es la constricción moral, justa o injusta, que nos sobreviene desde fuera: leyes, familia, tradición, etc. Lo propio del deber, en cambio es brotar de dentro, es decir, ser suscitado por la conciencia personal. La lucidez y agudeza de esta conciencia está en proporción directa con el talante contemplativo de la persona. A diferencia, pues, de la obligación, la fuerza del deber varía según el grado de penetración en la verdad contemplada. De aquí deriva la importancia moral de purificar la mirada del corazón, que se alcanza mediante el dominio de la vista y de los demás sentidos. En el contexto de nuestro mundo audiovisual, tal disciplina de los sentidos representa un auténtico desafío ético y estético, que requiere coraje, cultura y creatividad. El talante contemplativo, en efecto, se traduce en un modo de mirar habitual, caracterizado por cierto despego crítico ante los reclamos audiovisuales, cierto distanciamiento soberano que le permite desasirse de las necesidades inmediatas; el contemplativo renuncia a fijarse, en el sentido de quedar fijado al objeto de su visión. “Quedar fijado” a y por una imagen, particularmente la publicitaria, significa atar el corazón, cortarle las alas e impedirle remontarse no sólo ética sino estéticamente. En cambio el entrenamiento ético de los sentidos contribuye de manera directamente proporcional a la vivencia estética de la vida ordinaria, hasta el punto de producirse un auténtico feedback entre contemplación estética y superación ascética.     

 

BIBLIOGRAFÍA

PIEPER, Josef, “Felicidad y contemplación”, en El ocio y la vida intelectual, Rialp, Madrid 1974, pp. 229-338. Labrada, María Antonia, Estética, EUNSA, Pamplona 1998, pp.15-23. PLATÓN, Banquete (trad. M. Martínez Hernández);  Fedro (trad. E. Lledó Íñigo), Gredos, Madrid 1986, pp. 143-287 y 289-413 respectivamente. barbotin, Edmond, “El rostro y la mirada” en El lenguaje del cuerpo 2. Las relaciones interpersonales, Pamplona 1970 (pp.137-222). Martí García, Miguel-Ángel, La admiración, EIUNSA, Barcelona 1997. Castilla, Blanca, La complementariedad varón-mujer. Nuevas hipótesis, Rialp 1993. Ballesteros, Jesús, “Aspectos epistemológicos: lo visual, lo cuantitativo, lo exacto, lo disyuntivo”, en Posmodernidad: decadencia o resistencia, Tecnos, Madrid 1997, pp. 17-24.

 

Intimidad, privacidad, identidad


La exaltación individualista de la vida privada no protege la intimidad, sino que la falsea y la deforma. No basta la privacidad para que haya intimidad. ¿Cómo alcanzar esta fidelidad consigo mismo? La imagen que doy a los demás ¿me manifiesta o me encubre? 

 

 

¿Qué es la intimidad?

Intimidad corporal

Intimidad y privacidad

Secuestro de la intimidad

 

 

¿Qué es la intimidad?

 

La palabra ‘intimidad’, que viene del latín intimus, superlativo de interior, designa cierto ámbito que se abre en lo que ya es interior. Es un lenguaje simbólico para dar a entender la dimensión propiamente espiritual del alma humana, que va más allá de la vida puramente biológica. A ésta la llamamos simplemente interioridad, para significar que la vida de un animal o planta es aquello que “se le queda dentro”, resistiendo a los cambios espaciotemporales sin disolverse ni convertirse en otra cosa. Y esto sólo es posible mediante el principio inmaterial que llamamos alma, o sencillamente vida. En el hombre sin embargo la interioridad es particularmente desarrollada y compleja debido a su autoconciencia. Para referirnos a tal complejidad solemos hablar de “lo psicológico”, ya que este es el objeto de la psicología y la psiquiatría. Pues bien, más allá de esta interioridad psicológica la vida humana presenta una dimensión única, que es inaccesible para la ciencia empírico-positiva porque no es un “grado” más de interioridad, sino un nuevo orden: el espiritual. En virtud del espíritu el hombre sabe y dispone de sí y es capaz de autoposeerse y autodestinarse; en una palabra, puede asumir la verdad última de su ser y decidir conforme a ella. La intimidad consiste  precisamente en el ejercicio de esta libertad radical por la cual el hombre se hace fiel a sí mismo, al tiempo que se descubre inagotable, inabarcable, irreductible a las cosas. Aquí estriba la esencia de la autoestima, que no es otra cosa sino el recto amor de sí, premisa y fundamento de todos los demás amores.

 

La intimidad crea una distancia irreductible entre lo que se es y lo se aparenta pues, a diferencia del animal, el hombre nunca está completamente “dado”. Esta inadecuación entre ser y aparecer, entre dentro y fuera, es el fundamento antropológico del pudor, el arreglo, el vestido, la elegancia. Paradójicamente tal distancia exige que el hombre tenga que actuar si quiere ser auténtico,  que deba interpretar el papel de sí mismo, hacer de sí. Ahora bien, no vale cualquier papel: tiene que ser aquel que la persona deduce de su propia intimidad mediante tres operaciones simultáneas: A) tomarse, adueñarse de sí mediante las virtudes y el temple moral; B) confrontarse con los demás mediante el diálogo sincero; y C) inventarse el personaje que le cuadra en función de la escena social, eligiendo en todo momento la mejor versión de sí mismo: en esta autoelección estriba, precisamente, la elegancia, que proviene de elígere, elegir.

  

Intimidad corporal

 

En la medida en que el hombre es consciente de la expresividad constitutiva de su cuerpo, que le manifiesta y le compromete incesantemente, en esa misma medida el cuerpo posee intimidad. Ésta se da, por tanto, según grados, de acuerdo a la madurez y la cultura. Un bebé, por ejemplo, no se puede decir que tenga intimidad corporal, aunque sin duda tiende naturalmente a desarrollarla. Conforme va experimentando la distancia de que hablábamos (cf. n. 2), el niño comienza a identificarse con su aspecto y, primero mediante el gesto y después con el arreglo, aprende a conformarlo de acuerdo a su intimidad.

 

Apenas la intimidad comienza a interpretarse socialmente en términos de identidad, en ese momento aflora la conciencia de la condición sexuada, que sitúa al individuo en el sistema esponsal. A partir de ahí la intimidad corporal se despliega gracias al lenguaje de la pureza de corazón, que se resume en el axioma: “guardarse para darse”. La intimidad adquiere entonces los infinitos matices expresivos de la complementariedad, que es como la voz con que el hombre percibe su vocación al don de sí amoroso.

  

Intimidad y privacidad

 

Intimidad y comunidad no se contraponen, al contrario, la primera se realiza en la segunda; la intimidad sana aflora naturalmente en el diálogo, y cuando no lo logra se enrarece y se atrofia. La mentalidad dominante hoy, por el contrario, entiende la intimidad en términos de privacidad individualista, es decir confunde la intimidad con sus condiciones externas y su manifestación social. A ello hay que objetar que el concepto de privacidad pertenece a las cosas, no a las personas. Se llama “privado” al objeto que es poseído en exclusividad: la casa, el vestido, el utensilio, etc., pero nunca a una persona o a una dimensión intrínseca de ella, como es su sexualidad. En este sentido caben dos extremos, éticamente erróneos:

 

a) Supeditar la intimidad a la privacidad mediante un pudor excesivamente rígido. Con ello se pretende proteger la intimidad pero a costa de empobrecerla. Es el caso, por ejemplo, del burka usado por algunas mujeres musulmanas. Cuando esto ocurre el equilibrio de la complementariedad se altera en perjuicio de la mujer, que se convierte en posesión privada del varón.

 

b) El otro modo de cosificar la intimidad, aún más grave y extendido, consiste en interpretarla como “uso privado” de la sexualidad, es decir, como si la simple privacidad convirtiera la sexualidad en intimidad. En esta actitud late la mentalidad utilitarista y hedonista, que se manifiesta en mil formas de conducta chabacana o frívola juzgadas, no obstante, como sociológicamente decentes.

 

Se olvida en ambos casos que el único modo de proteger la intimidad es expresándola. La persona, en efecto, sólo se presenta como tal en términos estéticos, es decir, siéndose fiel mediante un riguroso ejercicio de autointerpretación.

 

Secuestro de la intimidad

 

Cuando falta esta autointerpretación la persona abdica de sí, se hurta a la verdadera convivencia y se deja invadir, como casa sin amo, por todo tipo de vicios que desmantelan su intimidad. Ser uno mismo se vive entonces como un engorroso deber, del cual se rehuye adoptando un personaje inauténtico mediante el lenguaje, indumentaria, actitudes corporales, diversiones, etc., dando lugar así a una presencia equívoca y fraudulenta.

 

pabloprieto100@hotmail.com

 

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bibliografía:

 

Arregui, J. Vicente y J.Choza, “Sentimientos, emociones y pasiones. La dinámica de la afectividad”, en Filosofía del hombre. Una antropología de la intimidad. Ed. Rialp. Col. Instituto de ciencias para la familia, Madrid 1991.

CHOZA, Jacinto, “Las máscaras del sí mismo”, en Anuario filosófico 26(1993) pp. 375-394.

cruz Cruz, Juan, El éxtasis de la intimidad. Ontología del amor humano en Tomás de Aquino, Rialp, Madrid 1999, pp. 31-141.

DÍAZ, Carlos, La persona como don, Encuentro, 2001.

ESPARZA, Michel, La autoestima del cristiano, Belacqua, Barcelona 2003.

GARCÍA HOZ, Víctor, El nacimiento de la intimidad, Rialp, Madrid 1950.

Guardini, Romano, Las etapas de la vida, Palabra 1997.

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TAYLOR, Ch., Ética de la autenticidad, Paidós, Barcelona 1994.

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YEPES, Stork Ricardo, La persona y su intimidad, Cuadernos de Anuario Filosófico, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra S.A., Pamplona 1998 (2ª)